viernes, 5 de junio de 2009

Día mundial de la mitad del ambiente


Más por esnobismo que por otra cosa, desde hace un tiempo he adoptado la costumbre de escribir sin citas textuales, valiéndome, para ello, únicamente del dudoso rigor de mi memoria. La razón, aunque coincida temporalmente con mi prolongada ausencia de las aulas universitarias, se relaciona más bien con la sospecha de que la memoria del hombre (sic) suele ser más escrupulosa que los folios y los archivos. Hace algún tiempo un viejo desteñido, medio porteño y medio académico , mientras impartía un curso de historia moderna se preguntaba porqué la cultura china no había desarrollado un sistema de recopilación histórica semejante al de los europeos. Desde aquel momento, sin darme cuenta, esa idea empezó a asecharme. El viejo, para gloria suya quizás, se jubiló de la UCR con una pensión de lujo y siguió hablando con acento porteño. Ya para ese entonces se me antojaba que, a lo mejor, las claves para aproximarse a entender qué putas es lo que ocurre en este mundo, tan similar a un ala rota (la frase es de Martí), se encontraban en la encricijada de lo que llamamos el siglo XIX y el siglo XX. Debo aclarar, en principio, que tales indicios me parecían mucho más próximos a lo que se figuraban, digamos, Apollinaire y Satie, que a los devaneos de Hobsbawn. Acá aparecía la infinita capacidad de eso que llaman capitalismo para reconfigurarse. Algo que ni Satie ni su colección de paraguas entendía muy bien. Pero siguiendo a David Harvey diría que, entre otras cosas, esa capacidad se encuentra muy intimamente relacionada con los procesos de urbanización. El Haussmann del Segundo Imperio y la quiebra de Nueva York de mediados de los setenta son prueba de ello. Pero también es algo a lo que asistimos actualmente. En gran parte de las ciudades de America Latina el horizonte se encuentra dominado por esmog y grúas y obreros con llamativos cascos amarillos. En la Sierra Nevdada de México los proyectos de suburbanización amenazan la, ya de por sí, precaria sustentabilidad de una ciudad que, en sí misma, es un exquisito desastre con rascacielos. En El Salvador y en Río la situación no es muy diferente. Es este un fenómeno transversal que afecta desde la forma en la que nos relacionamos con la naturaleza hasta los elementos más sutiles de control social. Mientras los empresarios se apropian del maleable discursito de la ecología light los funcionarios internacionales se pavonean en Bruselas para celebrar el día mundial del medio ambiente. O lo que es igual, el día mundial de la mitad del ambiente. Con cierto nivel de certeza, podría decir que los informes de las condiciones de la clase obrera de Engels (en especial sus anotaciones respecto a la vivienda) pasaron desapercibidos hasta que la contaminación no afectó los centros de veraneo de los burgueses. En defintiva el discurso de la protección del medio ambiente se encuentra implicado en la gramática misma del poder. Y los glaciales de los Andes siguen derritiéndose y llorando tiempo. Y la baja retanbilidad de las finanzas mundiales favorece que los yupies del mundo decidan invertir su dinero en los lujosos condominios de Guanacaste. Y en Osa los hoteleros tumban las casas de los pobladores. Pero el grado de civilización de los países desarrollados ampara ciertas incertezas. Y entonces los noruegos dan catedra de protección al ambiente mientras promueven la producción masiva de tilapias que está destruyendo el Lago Cocibolca. Y los canadienses acarician índices de desarrollo humano elevadísimos al tiempo que sus empresas mineras envenenan la sangre de los habitantes del Valle del Siria. No sé cómo celebrarán el día mundial del medio ambiente en los barrios pobres de Lima o en las riberas del río San Sebastián de El Salvador. ¿Qué representación del medio ambiente puede forjarse un habitante de los suburbios de Buenos Aires? Tómese en cuenta que la mayoría de los seres humanosde América Latina transcurre por el ministerio de la vida en medio del esmog y la pestilencia y la basura. Comprendo que para un campesino paraguayo o para una indígena chalchiteka la lluvia asuma una simbología celestial. Pero me resulta sumamente difícil imaginar que un ciudadano (o ciudadana) de Bajo Piuses pueda hallar regocijo en la contemplación de una crecida del río Virilla.

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