jueves, 26 de marzo de 2009

El escritor frustrado y el salero o Ficción Porteña Rebuscada

Viajó nuestro héroe muchos kilómetros lejos de todo lo que le resultaba algo familiar para buscar algo que no tenía claro. Quizá inspiración, quizá una alquiler más barato, quizá una cerveza de mejor sabor o un happy hour a las 11 de la mañana. Fragmento. Como la mayoría de las oraciones que redactaba. Una mierda. Se sentó a la mañana del séptimo día de su periplo a la mesa a tomar su desayuno y se dio cuenta de que ni siquiera había sacado la libreta de apuntes y un lápiz. Sólo andaba la cámara y el pasaporte a mano. Entonces los puso frente a él mientras bajaba un café de 3ra categoría. En eso, miró su salero, allí juntito al plato con el desayuno humeante. Lo miró fijo sin hacer nada, sin pensar nada, sin escribir nada. Vio por la ventana el desfile de las 8 a.m con los automóviles, los pasantes indiferentes y el sol que se escurría por las persianas... Persia pensó... sería insipirador pensó. En ese momento el salero saltó y ensayo una suerte de baile frenético y le dijo: "dejate de joder y mejor ponéle sal a tus huevos que se enfrían; igual allá que aquí, buena falta que te hace". Inmediatamente, se detuvo y quedó de nuevo inmóvil. El escritor frustrado lo movió y le habló pero nada. El salero no hizo mayor cosa. Así, lo tomó por la cintura y lo puso de cabeza sacudiéndolo mientras echaba sal a sus tibios huevos. Tomó su desayuno y anotó unas líneas en su libreta. Seguidamente, guardó la libreta, el lápiz y el salero en su mochila, miró de reojo las persianas y salió a la calle murmurando entre dientes: "salero hijo de puta".

miércoles, 25 de marzo de 2009

De la inseguridad

Se trata, pues, de recordar (habermaseanamente, si se quiere) que el Estado de derecho requiere siempre de una justificación moral, o lo que es igual, que su legitimidad requiere una aceptación generalizada del ordenamiento jurídico. De acuerdo. Los iusnaturalistas, a lo mejor, partirían del hecho de que la ley es debatida, aprobada y promulgada por los órganos constitucionales competentes y de que existe una aspiración normativa a la justicia latiendo en todo ordenamiento jurídico. Pero, como se sugirió antes, el reconocimiento y aceptación de este accionar depende de que se pueda justificar como legítimo aquello que es legal. Y, además, se debe considerar la existencia de una serie de limitaciones estructurales en la aplicación de la justicia a través de la ley. Vamos más allá. El Estado de derecho moderno es un producto inacabado, digamos, una empresa llena de accidentes cuya manifestación, a menudo, puede ser irritante. Es propia de este Estado de derecho su propensión a legitimar un ordenamiento jurídico en circunstancias cambiantes (otra vez Habermas). De ahí se deduce que la voluntad de justicia de la sociedad civil organizada pueda ser una forma de corregir el proceso de aplicación del derecho o de innovar otras alternativas. Pero para que esta “corrección” posea validez (legitimidad) debe considerarse, apenas, como una ruptura simbólica, puesto que, de un modo o de otro, no debe contravenir el ordenamiento jurídico en cuestión. El tortuguismo de los transportistas, las marchas estudiantiles en las que prima una actitud de no violencia, son ejemplos de ello (aunque obste a los fachitas tropicales de nuestro país). Sucede, por otro lado, que muchas veces el ordenamiento jurídico experimenta una suerte de vaciamiento moral. Esto es, que no existe una legitimación procedimental que exprese dicho ordenamiento como algo positivo. Pero más allá de las maquinaciones subrepticias de los noticieros, debo confesar que, desde hace un tiempo, el asunto de la inseguridad ciudadana ha ocupado mi atención de manera, digamos, perturbadora. Ayer vi en canal 7 una nota que me invadió de angustia. Era algo normal, sin embargo. Uno de tantos. Nada más mataron a un hombre de setenta y pico de años para quitarle un revolver 38 y su hermano, otro viejito humilde, fue traslado a un hospital con padecimientos cardiacos debido a la impresión. Nada más. Luego los asomos de rabia y ese rencor ilegitimo del cual se valieron los comics para inventar superhéroes como batman que toman la “justicia” por sus manos. Nadie tiene duda de que la penalización es una venganza legalizada. Nadie tiene duda del deterioro de las condiciones sociales y el desempleo y la ausencia de políticas públicas integrales y que la agresión y que la prisión y los Derechos Humanos y la vaina entera. Nadie lo duda. Pero tampoco las lecturas de Foucault constituyen una vacuna contra el dolor y de nada vale conocer los detalles de la teoría del delito y la nueva psiquiatría. El mundo de la vida está más acá del bien y el mal y está mucho más acá de Foucault. Nunca creí decir esto, así sin más, pero se me hace que el problema es de orden práctico. Ya ha pasado muchísima agua bajo los puentes y algo más peligroso se articula en las esquinas y en los casas burguesas y en las barriadas miserables y en las pulperías y en los bares. Pero se trata también de un asunto de mercado laboral. Se llega a un momento en el que existe una estructura de crimen organizado que, más allá de moralidades o insipientes precauciones, ejerce una fuerza de atracción en el mercado laboral y, ahí sí, la cosa está en verdad jodida. Por otro lado, la rabia generalizada y el rencor y la impunidad pueden conducir a legitimar formas mucho más coercitivas para enfrentar esta atmósfera de inseguridad ciudadana. No sé si valga la pena preocuparse de esto o no. Total, en este país, como bien lo dijo Eduardo, nunca pasa nada. De momento sigamos resucitando el hecatombe memorable del 2001 y sigamos acariciando la breve gloria de derrotar a México (¡Bah!, como si de veras fuéramos rivales de tal estatura…).

miércoles, 18 de marzo de 2009

Prólogo a un libro perdido (a prósito de Endre Ady)


Con cierto nivel de duda pienso que Stanislaw Lem diría que un prólogo es un anuncio que contiene todas las posibilidades. Como el "Fiat Lux" del Génesis. Pensemos, pues, en un prólogo de un algo perdido, lo cual, de un modo o de otro, es un algo imposible. A lo mejor la mediocridad es mucho más que un simple ejercicio de autocontemplación. Quizás pueda tratarse de algo más profundo que la mera conmiseración de sí. Pero una cosa si es cierta: es duro hacer gala de tan degradado oficio. Sobre todo cuando, además, se tiene la ominosa costumbre de escribir malos poemas y malos cuentos (y en el fondo siempre se acaricie la posibilidad de escribir, finalmente, esa mala gran novela). Se me antoja pensar que desde, más o menos, la encrucijada de los 20´s y los 30´s del siglo pasado existe una propensión a equivaler entre sí categorías literarias (por demás, imprecisas) tales como marginalidad, incomprensión... Y tal vez se deba al redescubirmiento de Rimbaud que hicieran los surrealistas (una suerte de mediocridad institucionalizada y teorizada). O quizás al escandaloso "éxito" que aún deambulaba en torno a la mítica figura de la bohemia del siglo XIX. Aunque con certeza podría decir que se relaciona, muy íntimamente, con ciertos resabios del romanticismo. Y pueda ser que, de veras, existía un romanticismo tardío que se manifestaba, digamos, en la sinestésica de Debussy o en el cine de Griffith. Lo cierto es que ese, llamémosle espíritu o humor epocal, persiste en rondar ruinosos parajes. Qué sé yo. Aunque en principio no tenga mucho que ver, reconozco que debo a la escasa regulación de la biblioteca Carlos Monge (allá por el año 2001) el favor de conocer a Endre Addy. Según supe luego, este poeta húngaro murió de sifilis, de nicotina, de vodka y de melancolía. Era lo que comúnmente se conocería como un maldito. Un maldito húngaro que murió también de su amada "Leda". Como ladrón que roba a ladrón tiene no sé cuántos años de perdón quisiera agregar que la antología de poemas que obtuve (robo mediante) fue infamemente canjeada por un volumen de la obra poética de Max Jiménez. A pesar de que se trataba de un canje temporal (si acaso un semana) lo considero un robo, por cuanto nunca volvió a mis manos. Si es posible decir algo de Max Jiménez es que, cuando quería ser poeta deliberadamente, era en verdad un mal poeta (cuando no lo hacía, era un genio). La antología de Endre Addy, escuetamente titulada por algún editor cubano como "Poemas", desapareció de mi poder y quedó en manos de un ridículo energúmeno que reglamentariamente vende collares en el FIA. A Max Jiménez lo releo constantemente. Excepto sus poemas, claro está. Pero de Endre Addy no recuerdo, ni siquiera, una estrofa íntegra. Y como en esos asuntos mi orgullo me impide googlear quisiera evocar su figura en segunda voz, baji-sonante, como dicen. Si no me equivoco (lo cual es mucho suponer) tenía una línea que, más o menos, decía: " ,ni de amigo, ni pariente, ni de amante, no soy de nadie" y otra que decía "yo solo quiero que me quieran". Algo así, por ahí andaba la vaina. Mi amigo Luis Diego (Cache), fiel seguidor del Club Sport Cartaginés, me sugirió, luego de sustraer el libro de Addy y luego de ojearlo (aún recuerdo el asterisco a lápiz que sobresalía en los poemas que más le habían gustado) leer ese poema. Para un par de muchachos veinteañeros, que recién inauguraban ese oficio mustio de rearmarse el corazón adolescente, fue algo maravilloso. El volumen completo lo leí en el café Ti Ama de Cartago. Recuerdo vagamente otro poema suyo que me persigue casi de manera silenciosa hasta la actualidad: Nos precipitamos a la revolución. Un desencantador textito cuyo título aludía al fracaso de la revolución húngara en 1918. La memoria juega malas pasadas, extrañamente el título del texto que mayor impresión provocó en mí lo olvidé. Era bella metáfora del mar como una carta indescifrable. Quizás esa es la más legítima justificación de escribir un prólogo para un libro que perdí. Recordar apenas la huella y no la sandalia. Como soñar con el sabor de ese helado que se te cayó una tarde. O acaso, como si Dios el día del Apocalipsis dijera "Fiat Lux"




A mi amigo Cache

miércoles, 11 de marzo de 2009

Foto sepia


Un textito viejo, dedicado a Billy y Lau en aquel momento (no llores por mi Argentina) y que ahora extiendo al resto de hijueputas, ellos saben quienes son. Sí, vos también marito.
Está cursi, como eramos hace 9 u 8 años

“y ¿cómo huir cuando no quedan islas para naufragar?”
Joaquín Sabina

A nosotros nos gustan los bares con la luz baja y la música a temperatura ambiente, la cerveza fría, el vino tibio. En las mesas y de noche recibimos los días, las semanas y los meses, así el tiempo pasa cacheteándonos a ratos, sobándonos las cabezas la mayoría y no somos felices, pero casi.
Nos reunimos porque reunidos estamos más a gusto, la soledad se posterga, se cuelga como un abrigo en el respaldo de la silla, la compañía emula y supera el milagro de los panes y los peces, las actas y la comunión se escriben en servilletas de papel asegurando la fácil destrucción del documento y nada nunca es oficial.
Exhumamos recuerdos y los exponemos en la mesa para el regocijo y tragicomedia de los demás, nos enviamos cartas y tratados de una silla a otra, las novias quieren a sus novios y a los que se les parecen y los novios hacen lo propio, todo es tan sensual y cierto porque claro, procuramos creernos todo lo que decimos (al fin y al cabo sabemos que en los principios de siglo todo es mentira).
El porvenir es un puerto perdido, un mapa falso, un horizonte en el horizonte, época que no le compete a los mortales ni a sus descendientes. Por eso nosotros invertimos en minutos sin futuro que duran tan poco y saben tan rico, por eso preguntamos preguntas sin respuesta, le pedimos peras al olmo y fuego a la madrugada, por eso los lacrimales son un lujo y el tabaco nos alcanza para reafirmarnos, con un pie en el suelo y el otro en distintas comarcas, en la burbuja de ozono y sus caravanas de luto por un muerto que insisten en resucitar.
A los veintitantos (sin un pelo de tonto y un par de canas) cuando morirse es un decir, el tiempo tiene tiempo para dar y San Pedro a cambio de unos billetes nos alquila las llaves de un paraíso lisiado y artificial, al que los dioses bajan anónimos y discretos a beber de las manos de las meseras y donde los ídolos y las estatuas (pobrecitos), que no pueden espantarse las moscas ni las palomas, son los eternamente condenados.
Los amigos, entrañables hijos de puta (decía el último de los Buendía), herederos de todas las luciérnagas y algún que otro duelito. La neblina se posa en la cúpula de la iglesia. Las calles se alargan al infinito succionando las luces de los autos. Los taxis emigran hacia todos los puntos cardinales. Los semáforos con tres ojeras nos guiñan su terna de ojos. Las hospitalarias piernas de Pamela, piernas de mujer y, el ombligo de algún extraño mundo tatuándose, sin disimulo, en mi barriguita.
¿Fuego?