lunes, 14 de junio de 2010

Johanna se lava los dientes pensando en el país que le dejará a sus hijos


Donde yo vi que estaban botando todos los árboles fui a decirles que si los botaban tenían que sembrarme por los menos cuatro por cada uno. Y entonces ellos se burlaron de mí y me dijeron: ¿y adónde tiene la finca para ir a sembrárselos? Después me fui donde el muchacho del MINAE pero él me dijo que no podían hacer nada porque eso era de un señor que ya tenía los permisos.” Johanna se dedica a vender collares en el Parque Nacional Manuel Antonio y es una defensora del ambiente digamos que autoconvocada. Según nos cuenta, el megaproyecto inmobiliario que actualmente se está construyendo junto a una de las entradas del parque (dentro del área de amortiguamiento) pertenece a un empresario chino que obtuvo los permisos de construcción mediante “quién sabe qué chanchullo”.
Pocos minutos después de que Johanna nos diera un pequeño tour guiado por lo que ella misma considera un desastre ecológico, nos dirigimos a la casetilla del parque a fin de consultar a los guardaparques acerca de este asunto. Los funcionarios de la ecléctica cartera de ambiente costarricense (que aglutina ambiente, energía y telecomunicaciones en un mismo ministerio) efectivamente aseguraron que ese era un proyecto muy viejo y que contaba con permisos desde hace mucho tiempo. No ofrecieron mayores detalles pero según pudimos averiguar más tarde, este proyecto hotelero supone la construcción de más de 70 habitaciones, una discoteca y presumiblemente un casino para la buena (o la mala) fortuna de los visitantes.
Ante nuestra insistencia los funcionarios del parque nacional nos recomendaron consultar al MINAET de Aguirre pues, según dijeron, ellos únicamente se encargan del mantenimiento del parque nacional y este proyecto, agregaron, se desarrolla fuera del área de protección. Vía telefónica tratamos de consultar al señor Gerardo Chavarría de la Subregional de Aguirre del MINAET pero nos informaron que se encuentra de vacaciones.
No es posible ignorar que en Costa Rica, sobre todo la clase media, ha venido construyendo una serie de representaciones simbólicas que le permiten identificarse con el discurso de protección del medio ambiente de modo muy efectivo. Si bien es cierto no podríamos decir que esta “identidad verde” se traduce operacionalmente en una ciudadanía vigilante, no es menos cierto que los y las ticas, en un alto grado consensual, manifiestan un profundo rechazo por todas aquellas actividades que provocan impactos perjudiciales sobre el medio ambiente. Pero en el país más “ecológico” y más feliz del mundo las áreas protegidas se encuentran cada vez más amenazadas.
Tal y como señalan distintas organizaciones ecologistas en poco tiempo sería posible desarrollar actividades económicas dentro del área protección absoluta de los parques nacionales, todo ello, en los marcos de un presunto aprovechamiento sostenible de la oferta ambiental. Actividades tan variadas como plantas hidroeléctricas y geotérmicas, proyectos turísticos y hasta minería metálica verde caben dentro de tan ambigua y estéril categoría. No hay que perder de vista que la necesidad de reinvertir excedentes financieros de manera rentable propicia la capitalización de la oferta ambiental y la expansión de las actividades productivas.
Pero en realidad muchas de las gestiones y los clamores (como el de Johanna) a favor del medio ambiente se circunscriben a un ámbito de la realidad nacional que poco afecta al grueso de la población costarricense. Podríamos decir que la protección al medio ambiente para los costarricenses es un referente identitario en el proceso de construcción de la nacionalidad contemporánea. No obstante, la dinámica de construcción representaciones sociales de la naturaleza que ha acompañado a este proceso se ha visto sesgada por una serie de asociaciones abstractas que responden a visiones fragmentarias de la realidad socioambiental. A menudo los y las ticas sucumben ante la tentación de verse protagonizando un jubiloso episodio de Naked Wild On aderezado con canopys, bartenders bilingües y gracisosos simios.
En los últimos años, diversas instituciones públicas y centros académicos costarricenses han promovido y acompañado una serie de políticas e iniciativas de estímulo al turismo ecológico y la agricultura ambientalmente sostenible, lo cual, a la postre, ha permitido que la identificación con el discurso de protección de la naturaleza sea materialmente factible. Por otro lado, un porcentaje significativo de la cooperación captada por fundaciones y ONG´s ha estado dirigido a proyectos con objetivos análogos (los procedimientos para determinar cuánto dinero ha sido destinado a tales propósitos son harto complejos pues, en su mayoría, se trata de iniciativas privadas que fácilmente escapan a los controles estatales). No obstante, la gran mayoría de estas iniciativas (exceptuando, por supuesto, gestiones como Kioscos Ambientales o la Red de Mujeres Campesinas, entre otras) están condicionadas por las agendas de cooperación que se definen en los países cooperantes o, en su defecto, no pasan de ser meros compendios de buenas intenciones.
Efectivas divagaciones ahistóricas como la leyenda de la suiza centroamericana y el mito de la excepcionalidad costarricense se prolongaron en la mercadotecnia de la Costa Rica verde del siglo XXI. Las elitillas contemporáneas, integradas por una rara variedad de burgueses criollos, acogidos o estropeados por los mercados bursátiles, imparten cátedras moralizantes, a favor de la industria del reciclaje y la consciencia ecológica. De tal suerte que la discusión queda reducida a un asunto de escándalos éticos y culpabilidades anodinas, sin que se cuestionen las estructuras productivas y las políticas que han propiciado la degradación ambiental y el deterioro de la calidad de vida de las y los costarricenses.
Las mismas elitillas logran el consentimiento de "los dominados" sin acudir demasiado al temor y a la intimidación y para ello construyen, además, un código linguístico que puede ser compartido por todos todas, y a través del cual se expresan y se "resuelven" los conflictos. Así pues, la categoría de medio ambiente, lejos de construirse a partir de una crítica de los espacios consensual-conflictivos que la sustentan, queda sumida en un sopor ético-moralizante. Y Johanna sigue vendiendo collares y sigue diciéndole a los turistas que ella todas las noches, antes de lavarse los dientes, piensa en el país que le va a dejar a sus hijos.

Imagen de Allan McDonald




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