Quisiera empezar con una aclaración: ya he dicho antes que no pretendo disuadir ni persuadir a nadie porque yo no tengo partido político y estoy tan confundido como la mayoría de las personas en este país. No milito con nadie y por fortuna lo que he hecho en mis casi 30 años de vida no se lo debo a cuestiones partidarias. Mi papá y mi mamá construyeron lo que construyeron sin que mediara favor político alguno y, de un modo o de otro, estas condiciones me permiten declarar un cierto nivel de autonomía política. Antes bien se trataría de una autonomía si se quiere relativa, pues no me gustan las fanfarronerías.
La buena (o la mala) fortuna quiso ponerme en este país al que a veces odio y al que a veces quiero. Nací con la crisis y crecí viendo películas de Hollywood donde los rusos y los musulmanes siempre eran villanos. Crecí con los PAES y con la apertura comercial que les permitió a los pobres comprar snickers y butterfingers casi al precio de un chocolate gallito o una bolsa de sal sol. Crecí con adultos que no entendían las minidevaluaciones y que extrañaban los tiempos en que el dólar estaba a 8.60. Crecí también con abuelos que medían la nostalgia con los dígitos de la inflación y que me contaban cuánto podía comprarse con fracciones de un colón. Crecí bajos los auspicios del PLUSC, estropeado o acogido por la frágil institucionalidad de un país se engalanaba con el pacto Figueres-Calderón.
Desde el primer gobierno de Óscar Arias se impulsaron las incipientes reformas recetadas por los “Chicago Boys”. Figueres, Calderón y Miguel Ángel Rodríguez continuaron con esa tendencia hasta que las movilizaciones contra el Combo del ICE, en marzo del 2000, le pusieron los pelos de punta a la burguesía criolla de este país. Desplegaron todas sus movidas y echaron mano a todo lo posible para evitar un triunfo de una fuerza política distinta a sus tributarias. Entre otras cosas, esperaron la muerte de Rodolfo Pizza (uno de los pocos constitucionalistas verdaderamente libre pensadores) para colocar sus fichas clave en la Sala IV y prefigurar la posibilidad de que el hijo pródigo de la plutocracia costarricense ocupara de nuevo la silla presidencial. Cabe destacar que el procedimiento que utilizó Óscar Arias para modificar la constitución política y optar por la reelección, en definitiva, es tan asqueroso y sucio como las actuales movidas de Daniel Ortega en Nicaragua (de hecho Ortega hace lo mismo: modifica la constitución mediante un recurso de inconstitucionalidad). Pero claro, faltaban detalles: antes de todo había que deshacerse de posibles rivales políticos. Así fue como La Nación metió presos a Calderón y a Miguel Ángel Rodríguez, en parte, debido a que sus bancadas no favorecieron oportunamente una reforma a la constitución que permitiera a Arias postularse más temprano que tarde.
Costa Rica ha sido un eficaz experimento donde se ha podido evitar, mediante oscuros subterfugios, un reacomodo de las fuerzas políticas. A través de mecanismos mucho más sutiles que los desarrollados en otros países, como por ejemplo Honduras, en Costa Rica se ha boicoteado los movimientos políticos alternativos de maneras tan despreciables como escandalosas. En el lugar donde operó el ejército de Honduras, en Costa Rica opera la “institucionalidad” y la constitucionalidad, cuya interpretación correcta, naturalmente, reside en los eunucos de turno. Una pléyade de estirados conservadores y miembros del Opus Dei compone la Sala Constitucional de este país. Por supuesto, es mucho más sencillo ponerse de acuerdo para defender intereses que para defender ideas.
Amparados en el dudoso favor de las encuestas, Laura Chinchilla y Otto Guevara nos proponen ahora el tránsito de un Estado Social (ya de por sí marchito) a un Estado Penal. Los miedos colectivos de este país dicen mucho más que los editoriales de La Nación o las entrevistas de Pilar Cisneros. En una contextura epocal en la que impera la incertidumbre por sobre cualquier otra estructura social, es conveniente buscar y construir alternativas que brinden mayor certeza ante a los vaivenes del mundo. El continuismo de los Arias (ya sea a través de su luminosa elegida o de su presunto y mozo detractor) significaría la entronización del poder económico y la produndización de la tiranía absolutoria de la incertidumbre y el mercado. Si ya de por sí es difícil vivir en un mundo donde los infortunios del mercado internacional provocan, entre otras cosas, desempleo masivo y aumento de la pobreza, pues mucho más tortuoso será vivir en un país cuyos gobernantes echan una manita para jodernos aún más.
Tal y como podría deducirse de las investigaciones de numerosos autores (Roberto Castel o Zigmunt Bawman, entre muchos otros) nunca antes en la historia de la humanidad habíamos estado tan seguros (con notables excepciones, evidentemente) y paradójicamente nunca había prevalecido tanto una sensación de vulnerabilidad. Las transformaciones modernas han provocado que el Estado ya no sea capaz de gestionar efectivamente los miedos, y que, por el contrario, se descubra en ellos una fuente inagotable de capitalización. La gente le teme a la delincuencia, a las enfermedades, a la crisis ambiental, a la crisis energética, al desempleo, a la crisis financiera, a la crisis alimentaria, a las profecías mayas, a los comunistas o a una forma diferente de gobernar.
Pero las decisiones electorales se rigen más por cuestiones afectivas que efectivas. Y los medios de comunicación como La Nación o Canal 7 dispensan prerrogativas a cambio de quién sabe qué nauseabundo trueque. Espacios como el blog de votaciones 2010 de Canal 7 constituyen descarados “campos políticos ofrendados” a Laura Chinchilla y Otto Guevara. Da lo mismo cuál de los dos gane, los grandes juegan a dos puntas y apuestan siempre a ganar. No queda más que habituarse a la idea de que una manga de estúpidos elige quién te va a gobernar por cuatro años y solazarse con la exquisita cultura de masas del tope de palmares y el chinamo.
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