No le creo del todo a Marshal Berman. De hecho no me considero capaz de creerle a alguien que se apellide Berman. Ni aunque fuera el único ser de este planeta (de hecho si fuera el único ser de este planeta lo menos que haría sería creerle, ni aún apellidándose Welles o Borges). Todo ese preámbulo es para justificar que el paralelismo del título (el cual, valga añadir, no pretende ser original ni mucho menos) aspira negar, de a una, que no estoy de acuerdo con aquella elocuente enunciación de Berman en la que se señala que en los sesentas el mundo se rompió lanzándose a la calle. No me interesa, por otro lado, que pueda ser cierto e, incluso, no me interesa que los sesentas ejerzan una sospechosa fascinación. Es más, me atrevería a pensar que si se censa la población que “dice haber vivido” los sesentas y se coteja con los registros demográficos, la primera excede a la otra en cifras, quizás, sorprendentes. Lo cierto es que esa, por demás dudosa, sensación de ruptura suele estimular divagaciones muy estériles. Peor es cuando toda una década queda reducida a un mítico y, si se quiere, feliz polvorín social de jóvenes. O aún más grave: cuando esa artificiosa impresión se circunscribe a lo que hicieron o no hicieron los jóvenes franchutes. Como si los sesentas quedaran condensados en un mayo… que por si fuera poco es sólo francés. Y entonces vale señalar cuál álbum de The Beatles o cuántas peregrinaciones hasta San Francisco o cuánto milagroso cáñamo o cuántos Jim Morrison… Y la contracultura en su par antinómico de anfetaminas versus barbitúricos,o que si Bakunin o Krishna, que si la bohemia nocturna o la claridad de las mañanas y las margaritas… que si Hendrix o Dylan… Y entonces las pautas publicitarias empiezan a diferenciarse según criterios etarios y usar vaqueros (quiero evocar la memoria de mi abuelo Memo) ya no es una costumbre exclusiva, al menos en Centroamérica, de mecánicos u obreros. Se abre una grieta generacional que, si bien no es nueva, al menos se profundiza de manera insólita por obra y gracia de la expansión del mercado y la diferenciación del consumo cultural… Entonces en el sur se combatía a las dictaduras y con su persuasivo altruismo los yanquis inyectaban democracia con M16…Y más allá de los descalabros que ya todos conocemos algo crecía al margen de las certezas y no era, precisamente, la revolución ni el advenimiento del Mesías (tal como lo han propagado las sucesivas oleadas de milenaristas). Tampoco era que había marcianos ni esos fenómenos paranormales que tanto hicieron delirar a los profetas del materialismo histórico (véase los archivos de parasicología soviética). Empezaba a crecer algo parecido al fin de siglo. Crecíamos sin haber sido… nos envejecían y nos suicidaban a discreción de inteligentes directores de inteligencia casi tan inteligentes como nuestros semáforos inteligentes… La orfandad y la añoranza del vacío primordial, a menudo, evocan suspicacias y requerimientos en los que la palabra padre adquiere jerarquía capital. Nacimos o nos nacieron como un anacronismo porque fuimos concebidos en la era de la fascinación por las crisis y ya éramos un título de valor a veintipico años plazo. Nacimos o nos nacieron como resultado de la especulación financiera de las existencias y nadie devengó nuestros réditos. Nacimos o nos nacieron (hablo de quienes tiempo después fuimos expulsados de nuestras madres en la encrucijada de los ochentas… admitiendo también a los de fines de 70 para que Billito no se enoje) con una aparente revolución cultural que supo ubicar muy bien a muchos de sus adalides en privilegiados puestos. No obstante, hay algo de cierto en eso de que la humanidad es otra después del rock; sobretodo ser joven. Pero en este asunto existe también una contradicción no exenta de interés. Mientras la dinámica de la economía de mercado dilata la duración de esa categoría social que llamamos juventud (debido tanto a la incapacidad de generar suficientes empleos, como a la necesidad de ensanchar el mercado meta más relevante de la “era global”), por otro lado, el creciente deterioro económico de las capas medias exige que los, otrora jóvenes estudiantes, procuren integrarse al mercado laboral lo antes posible. No quiere decir que “ser joven” signifique en sentido estricto ser estudiante, al menos no a principios de siglo XX. A modo de confesión debo decir que todo esto lo escribo porque no sé dónde ubicar físicamente a mis compañeros de generación. No sé donde encontrarlos cuando salgo por las noches. Desde que conocí a quienes ahora son mis amigos ha transcurrido mucho tiempo y no he coincidido con gente de mi edad*. No sé si deba frecuentar gimnasios o academias de yoga o restaurantes vegetarianos o premieres de refritos en los centros comerciales. Pero sí los visitara aún me queda una duda: ¿sería posible compartir el mundo de la vida con alguien “de ahí”? Parece como si (salvo mis amigos) toda una generación haya resuelto suicidarse. Se dijera que nada más existen como morondos consumidores de símbolos y sopas precocidas. No sé si conviven dentro de la capa de algún circo a la que sólo es posible llegar en automóvil. No sé si son estibadores malpagados o si beben un martini verde en cualquier aeropuerto. No sé si los veré en el bus o si les pagaré una carrera de taxi colectivo. Cuando Vallejo decía: “sé que hay una persona compuesta de mis partes, a la que integro cuando va mi talle cabalgando en su exacta piedrecilla” sin duda nos enseñaba a ver con ojos hechos para lo imposible. Yo no tengo tal certeza. En definitiva no sé dónde están esas personas que me buscan en su mano día y noche y que me encuentran a cada minuto en su calzado. Ha de ser, en efecto, que ignoran que la noche está encerrada con espuelas detrás de la cocina; o que la cancillería les dio una beca.
* Carlitos Fallas diría que estoy refiriéndome desde y para una determinada clase social y que estoy obviando las contradicciones que existen dentro una categoría tan ambigua como lo es “generación”. Se dijera, también, que lo estoy mistificando. Quiero hacer una salvedad: lo hago de manera deliberada.