jueves, 23 de octubre de 2008

Fue el plastico

Usualmente algunos, pero solo pocos, bienes culturales, chunches, varas, frases o cosas que produce la gente logran saltar la frontera de la invisibilidad cotidiana para salvarse del olvido. Lo digo con palabras bonitas: son las cosas en las que mejor se impregono el espiritu de la época. Y se podría hacer una lista de las solemnidades, estupideces, genialidades y de más, que espejan el sentido de las gentes, por ejemplo: el goito ergo sum, el parapapa de la tercera de Bethoven, el yo es otro, el tren en el XVIII, el automovil del XX, los anticonceptivos y el rock en los sesentas, el Hasta la Victoria Siempre, el Toco tu boca. Y claro no podriamos olvidar las versiones criollas de nuestro arraigue nacional: empecemos por el principio: el "hasta que se aclaren los nublados", el ferrocarril a Limon en el XIX, el ¿para que tractores sin los violines? "el porta mi" de las noches taurinas de un año en los noventas, El mamá Maria del curita Calvo o el "En esta casa somos Catolicos, no insita", el "a celebrar carajo" grito de guerra de todo buen mundialista.
Es claro que pocos por no decir nadie, se acuerdan del asiento de la periferica o del Tuasa donde poso sus nalgas en el último viaje, o del libro de matemátiticas de cualquier año del cole o de las patas de la cama o de lo que dijo Julio Rodrigues hoy o cualquier dia en La Nacion, o del canasto de bejuco donde guardaban la ropa sucia hace algunos años. Estas son algunas de esas cosas donde o el Espitu, o no copulo bien o lo hizo asi con toda la clara intencion de condenar al silencio a algunos ( El caso del perrillo de Llorente)
Hace poco tiempo, andando por Barva buscando a los últimos canasteros del pueblo que tenian una tradicion de mas de 500 años en la produccion artesanal nos encontramos a don Sancho, canastero retirado y vecino de la comunidad, quien en solo dos palabras trascendio la barrera de lo invisiblemene cotiano e inaguro el siglo XXI.:
Fue el plástico-dijo don Sancho.

jueves, 9 de octubre de 2008

Defensa de la cotidianeidad

No se trata pues de un modismo europeo que encontré por ahí. No es el resultado de un fugaz pero intenso amorío con una ciclista holandesa. No se trata, por otro lado, de que me haya vuelto “come flores”. Es una preocupación elemental: el derecho a la ciudad, tal como lo ha definido David Harvey. La ciudad es el espacio más propicio para la vida humana y por eso es preciso defender nuestro legítimo derecho a gozar de ella. Ante cualquier digresión romántica me permito cerrar los trece orificios (según los mayas tenemos 13 orificios en el cuerpo, aunque yo aún no los he encontrado todos) y apagar la vela. Quién se incline por la idea de una naturaleza romántica enormemente bondadosa, a la que debemos regresar como se regresa a una “yoedad primigenia”, le recomiendo una sesión de mosquitos en Guácimo. De cualquier manera, conviene aclarar que una defensa de la ciudad no implica, bajo ninguna circunstancia, un desentendimiento total del medio ambiente. Por el contrario. Ese tipo de consideraciones deriva del establecimiento de un falso par antitético ciudad-naturaleza cuya insospechada dialéctica dista mucho de arrojar resultado alguno. La ciudad mantiene una interrelación profunda con el medio ambiente y viceversa. La ciudad imprime una huella ecológica y, a su vez, los elementos propiamente naturales determinan el devenir de una ciudad. De hecho la distinción es artificiosa y proviene de un tipo de conocimiento fragmentario. Siempre me ha resultado extrañamente llamativo el hecho de que las ciudades contemporáneas parecieran no estar hechas para soportar la lluvia. La historia de la humanidad es la historia de su relación con el agua. Me refiero pues al exceso de agua o, en su defecto, a la ausencia de ella. Naturalmente, las deficientes políticas de gestión hídrica de nuestros países han agravado esta situación, ya de por sí, engorrosa. Lo sospechoso radica en que, siendo la lluvia un evento natural (digo evento para hacer hincapié en su carácter súbito) tan familiar, sea motivo de sorpresa y, si se quiere, hasta de caos. No hay duda de que esto tiene que ver, también, con la ausencia de políticas efectivas de ordenamiento territorial e impacto ambiental. Acá es donde quiero detenerme un poco. El Estado debería garantizar un espacio en el que los ciudadanos puedan ejercer plenamente su ciudadanía y, en definitiva, la vida misma. Se trata de la noción de territorialidad en su acepción más ancha, pero también se trata de la noción de espacio con todos sus matices antropológicos tan ampliamente estudiados. Una defensa de la ciudad es además una defensa de los lugares. Viajando por las capitales centroamericanas es posible corroborar que, a diferencia de lo que señalan los adalides de AFC y los “viajeros frecuentes”, San José no es del todo tan fea. No quiero decir, por otro lado, que el resto de las capitales centroamericanas, a fuerza de “desteñimiento”, reafirmen una pretendida belleza josefina. En lo particular Managua me parece una ciudad maravillosa (con todos sus pesares) así como Guatemala, la cual, en mi opinión, es la única ciudad centroamericana con rostro capitalino (en un sentido estricto). San Salvador y Tegucigalpa son auténticas aberraciones y no por ello dejan de ser interesantes. Las ciudades se articulan en torno a las relaciones sociales de producción y a sus aspectos culturales. Un país en el que la concentración de la riqueza llegue a niveles escandalosos, naturalmente, tendrá ciudades con prohibiciones de variada índole. Managua es una ciudad que se desmaquilla aún luciendo su barricada, su coctel molotov y su júbilo de victoria. Aunque este último se encuentre mancillado por el pillaje, la demagogia y el soberbio Edificio Pelas. San José, pese a verse continuamente impelida a convertirse en un putero para red nicks, conserva espacios urbanos aún interesantes, en los cuales se desarrolla una dinámica cultural de gran riqueza. Por lo menos aún hay sodas, cantinas y uno que otro loco. Hace unos días leí un cuento mexicano que se desarrollaba, precisamente, en un burdel josefino y en el que figuraban yanquis por doquier. Vaya una semblanza lamentable. Lo peor es que nada de esto tiene que ver con que haya putas o no. Se trata de que la estructura productiva del país propenda a la treta. Las relaciones humanas que derivan de una nación en la que el sustento procede del aprovechamiento de capital pasajero (turistas), como es de suponer, propician el chulismo. Y hablamos de un chulismo que va desde la partida de golf hasta la conversación amable de un taxista (o una puta pretendidamente colombiana infundiendo lástima). La diferencia es de carácter cuantitativo: el golfista obtiene comisiones de real state mientras que el taxista saca una carrera de más o menos 20 dólares. Todo eso en cuanto a los intereses más difusos. ¿Qué pasa cuándo pensamos en la infraestructura que posee un país con tan desafortunados perfiles? ¡El hormigón! ¡La especulación inmobiliaria! Una invisibilización casi absoluta de las necesidades (y los derechos) del peatón. Pero no pretendo condenar la costumbre de motorizarse. En este país es casi una condición sine qua non para ser un auténtico sujeto. Máxime cuando se trata de buscar pareja (pero eso es otra historia). ¡Peor suerte con la percepción de la seguridad! Muchas personas sólo se sienten seguras cuando deambulan por los pasillos de un hotel guanacasteco, gastando cerca de 800 litros de agua diaria a expensas de la necesidad de muchas comunidades. O caminando en algún centro comercial que no sea el Mall San Pedro o el Centro Comercial del Sur, por supuesto. Defender la ciudad implicaría defenderla para todos y todas. No se trata únicamente de desplazar forzosamente a los elementos que no “embellecen” la ciudad y fomentar así su guetificación. Esa ha sido una política importada del primer mundo y adoptada en ciudades como D.F. y Bogotá. Pienso que debe ser un prioridad la defensa del derecho a la ciudad, aún en un contexto en el que prime el derecho a la propiedad por sobre cualquier otra cosa. Pero la ciudad, además, es un espacio de conflicto y tensión. Por eso hay continuos enfrentamientos simbólicos: la escenografía comercial, el disparate de las tiendas baratas en las que hay un imbécil hablando por micrófono. Claro, el asunto se las trae porque nuestras sociedades ya no parecen estar integradas por ciudadanos sino por consumidores ¡Derechos ciudadanos NO! ¡Derechos del consumidor! Pero la ciudad sólo se puede defender desde la ciudadanía (sea saint saimoniana, hobbesiana, robespiereana, marxiana, gramciana lyotardiana o la que putas sea). Y la ciudad se defiende como se defiende la cotidianeidad que la articula: la ciudad se constituye, también, a partir de una funcionalidad desde lo cotidiano. Por eso la ciudad es el escenario por excelencia para luchar, abolir e imaginar (retomo las consideraciones de J.M. Borrero en ese sentido). El joven Rimbaud visita la París de los comuneros y regresa a su natal Charleville lleno de decepción: “es solo un estomago” dijo el autor de El corazón bajo la sotana. Naturalmente Rimbaud se enfrenta a una cotidianeidad trastocada y trastornada. Pero nuestra cotidianeidad, la que articula nuestras sociedades, no es menos descalabro. Pienso en la rutina de levantarse y ser víctima de las presas, de las gordas que se “colan” en la fila, de los buses sucios con sus asientos ocupados, en el almuerzo derramado sobre el bolso, en la humedad resultante de una política sistemática de asfaltarlo todo, en las calles sin aceras, en los camiones arrojando toneladas de humo, en el fragor de los motores que no te dejan conciliar el sueño, en los camiones que transportan tóxicos, en la mierda entera que nos toca vivir cada mañana. No es, pues, una inquietud pequeño burguesa. O tal vez sí. A menudo los movimientos que se dicen alter-mundistas se preocupan de mucha dialéctica y de poca epiléptica. Las preocupaciones y ocupaciones ordinarias (por más resultado de ideología que sean) no son del todo cosas desdeñables. La gente muere de cotidianeidad (así como de confort, claro está). La gente muere de ciudad. Antes de despertar suspicacias sería muy pertinente dejar claro que no soy acólito de Johnny Araya ni mucho menos. Todo esto no es más (quizás) que una rabiata de media semana. No obstante, sigo convencido de la necesidad de defender la cotidianeidad antes de que ésta acabe sepultándonos.