miércoles, 6 de abril de 2011

Los utopistas venidos a menos: un testimonio pequeño burgués a propósito de la lectura de una noticia


Hemos tenido suficiente de discusiones que parten de una única solución de los problemas políticos en la antinomia Estado-Mercado. Debiéramos estar cansados. Si Chernobyl demostró que un Estado gigantesco y torpe es incapaz de gestionar adecuadamente el riesgo, el desastre en Fukushima está desmotrando que un Estado corporativo en el que se privatiza la gestión del riesgo (en el que se privatiza todo), tampoco es capaz de enfrentar una catástrofe como esa. Naturalmente los móviles que subyacen en estos eventos son diversos. No hay duda de ello. Sin embargo (muy a pesar de quienes habitan esta finquita) las implicaciones convergen en un punto que tiene un rótulo que dice: semejanza. Quizás por eso es que a uno a veces le dan ganas de pensar en un mundo en el que las cosas sean distintas. Aún a pesar de que éstos sean ejercicios que solo le ciñen bien a los hippies remanentes, los espantajos burócratas del sindicalismo y a los revanchistas con postalitas de Marx en la habitación. Aún a pesar de los GATTS, el consenso de Washington, el Foro de Davos y los mercados de carbono, a uno a veces le dan ganas de imaginar un mundo menos hostil. Por supuesto que ya no somos tan ambiciosos como Lennon, que imaginó un mundo aburridísimo donde nadie tendría de qué hablar. Tampoco somos utopistas de la tecnocracia a lo A.C. Clarke ni nos sentimos cómodos con esa idea de un mundo gobernado por robots, pues, pese a las leyes de Asimov, los androides siempre se nos antojan propensos a las felonías. Ya no nos interesa urdir fabulaciones piscodélicas ni imaginar un mundo sin clases sociales, lleno de gorriones de neón y muchachas drogadas y desnudas. Claro, hay que recordar que los holandeses ya se encargaron de monopolizar el libertinaje, de modo que tales consideraciones ya no nos resultan tan estimulantes, pues sabemos que en Amsterdam los guarros pagan impuestos. Por otro lado, los maricones ya se ocuparon de convertir el underground en su modesta arcadia pop y ya no nos setimos tan sexys cuando nos toman una foto mientras tenemos una erección en público. Nosotros somos, en rigor, mucho más austeros que los utopistas del LSD. No nos importa mucho que en el mundo existan sectas y religiones y fundamentalistas imbéciles. Somos perfectamente capaces de tolerar que se venere la propiedad privada (digamos, una propiedad privada chiquita, modesta, una propiedad privada que se pueda compartir en una mesa de tragos o en una cena). Y por si fuera poco, somos, en cierta medida, indulgentes con las chanchadas en las que incurren los políticos. Muy en el fondo, en la intimidad de nuestro corazón, nos duele que a Junior y a Miguel Ángel los hayan metido en el bote. No nos regocija del todo que a Berlusconi le zamparan un souvenir de la catedral de Milán en el hocico. Y sentimos pena de Rodríguez Zapatero cada vez que el facho de Rajoy lo emplaza en el Congreso. En definitiva, nuestras aspiraciones carecen de florituras. No pretendemos que en cada esquina del planeta se erija un monumento a Los Comuneros de París. En el mundo de "después del ipod y las lap tops" ya no queremos que todos los muchachos dejen su cabello largo y su barba como Camilo Cienfuegos (no digamos como el Che, porque es muy mainstream). Ya no deseamos que nuestros niños reciten poemas de Martí ni que nuestros jóvenes susurren poemas de Roque Dalton a sus novias. No aspiramos a que las farmacéuticas indemnicen a los indígenas guatemaltecos ni estamos preocupados de que los yanquis insistan en mantener un bloqueo absurdo en Cuba. Es cierto, nos tragamos el cuento de la tolerancia con todo y tamal. Pero por lo pronto, nos interesa vivir en un mundo lleno de lugares comunes, mucho más hospitalario, un mundo en el que no haya empresas que envenenan los océanos y que hipotecan la salud de nuestros hijos. ¿Acaso es mucho pedir?

Imagen tomada de: conspiracionesilluminatis.blogspot