jueves, 26 de febrero de 2009

Palabras sueltas (lenguaje y poesía)



“Vida y otras cuestiones…
¿acaso la ronda de nunca y de siempre
sea que percibo o que sueño las sombras
que animan el mundo latente?”
Silvio Rodriguez

Una imagen poética sin duda.
Este Quino, más allá de la sonrisita ladeada, más allá del desconcierto, de la angustia, la nostalgia o el terror que nos pueda provocar, nos remite al reino de lo imposible, no de lo absurdo que sería más fácil irse por ese trecho; lo que le da fuerza dramática, por llamarlo de alguna forma, es que estamos ante un imposible que con absoluta gravedad (por eso también mueve a risa) está siendo puesto en entredicho.
Uno puede pensar que el tipo este del bombín es un desquiciado, que es un charlatán, un alienado o simplemente un pobre diablo. Nada de eso importa: hay un hombre esperando, largando los ojos al horizonte con la esperanza de atisbar al menos el humo de eso que espera, que supone que se acerca, es decir, lo imposible está en entredicho. Pues eso, o algo muy parecido es la poesía.
Desequilibrando el lenguaje, que ya sabemos no alcanza para aprehender “lo real”, es decir, no alcanza para hacer que pase el tren, aunque sea la herramienta más eficaz que ha producido el hombre por su sofisticada capacidad de abstracción (por eso hablo de poesía y no de pintura o música cuyos lenguajes usan otros vehículos más tortuosos aunque no menos bellos,) para tales afanes; desequilibrando el lenguaje, mutándolo, equivocándolo, es como la poesía se aproxima a lo que sentimos, nos aproxima más y mejor a lo que sentimos (Ojo que estos sentimientos también pueden ser falsos digamos en sus causas, no así en su manifestación, pero no estamos haciendo psicoanálisis)
Nietzche, que era un señor que siempre tenía fiebre, sitúa el origen del lenguaje en el instinto, ya que supone que a todo pensamiento debe necesariamente precederle un lenguaje que lo permita. Entonces el germen de los lenguajes tendría un disparador “inconciente”, no racional, la razón es posterior al lenguaje. Pues bien, es en el universo de lo irracional donde hacen su órbita los sentimientos y es ahí donde sólo pueden darnos mentiras las palabras que se usan para las necesidades inmediatas: pedir un paquete de Derby al pulpero o demostrar que Costa Rica fue un sueño teórico de los liberales de fines del XIX y principios del XX o apuntar que la poesía es la vara más larga que tiene el lenguaje para acercarnos a expresar la posibilidad de lo imposible (los sentimientos y su realidad).
Pareciera que estoy haciendo una división entre un lenguaje poético y otro digamos común, pero la intención no es esa, al fin y al cabo los dos se construyen con palabras y son aguas de una misma pajilla. Por otro lado la poesía no es un asunto de iniciados ¡no hay seres más ordinarios que los poetas! Cuando Federico dice que las palabras están condenadas a mentirnos, la “mentira” es una categoría extramoral que para nada vicia las utilidades del lenguaje para la vida cotidiana, la educación, en fin la comunicación. Lo que sí creo es que en la poesía se logra una comunicación o conversación interna, a veces desde la alucinación y lo abigarrado, a veces desde lo diáfano y calmo. Los poetas propician eso en la humanidad y ese es su valor, no es una comunicación entre poeta y lector, que no es que sea imposible sino ingenuo esperar que suceda, sino una comunicación de la persona enfrentada al poema consigo misma y más aún con el lenguaje que le posibilita la vida, porque el poeta, después de escritos, también se somete a sus poemas.
Se ha dicho que ya todo está escrito. Borges tiene contabilizadas una docena de metáforas “esenciales” desde las que se dan una cantidad limitada de variaciones, lo demás, dice, pueden ser hallazgos meramente asombrosos, pero el asombro sólo dura un instante. Sin embargo yo creo que un instante ya es bastante. El lenguaje como máquina tendrá un funcionamiento básico, pero los sentires, que son historia y capricho, no.
A un amigo mío le gusta mucho una canción de Silvio Rodriguez que dice:

Los caldeos, los asirios, la Roma del poder
Supieron resumir mejor;
Los helenos, los egipcios, los hijos de Israel,
Ya estaban conversando del amor…

Después se pregunta Silvio: “¿Qué te podría decir desde hoy?”; yo no sé que le podría decir desde hoy a la muchacha, lo cierto es que el fulano, a pesar de esa duda retórica, escribe la canción.
Pues bien, ese es el imposible al que aspira la poesía: ¿Cómo le digo a esta mujer que la amo sin que suene nada más como que la amo? ¿Cómo mandar a la remierda a los Oscar Arias, sin que suene como que simplemente los estoy mandando a la remierda? Es decir, no es cierto que sintamos como se sintió hace cuatro mil años o dos mil años, no es cierto que sintamos como siente el vecino; pero el lenguaje no nos permite la particularidad, a menos que hagamos aburridísimos arabescos teóricos, o pongamos una nota al pie de cada palabra, y al carajo la abstracción del lenguaje y aún así, no podríamos decir lo que queremos decir.
Bueno, esa es precisamente la imposibilidad que con la poesía se pone en entredicho, a través del lenguaje quiere salirse de él. La poesía: ese tren que no pasa, que quizá nunca pase, que no va a pasar; ese tipo esperando, con su maletita llena de cosas que intuimos.

miércoles, 25 de febrero de 2009

DESVÍO


Cuando al frente de la casa de Juan construyeron una carretera, sus amigos que no eran muchos pero eran buenos pasaron a ser los niños que vivían al otro lado. Doscientos vehículos por minuto transitaban por el negro pavimento, un día Juan dejó escapar intencionalmente la pelota a ver si llegaba al otro lado, pero una reacción de niño lo hizo seguirla. Doña Esmeralda que es muy altiva y con buena plata, estrenó para su cumpleaños un flamante carro del año, la intención de fondo era tener un doble tracción para ver más frecuentemente a Joaquinita, compañera infatigable de sus años de juventud, quien había optado por la vida reposada del campo, a la vez que Esmeralda casaba con un gordo de apellido altisonante y la billetera repleta, ella decía que había que progresar, a Joaquina no la vio más. El día en que el MOPT inauguró el puente sobre la interamericana para evitar que tanta gente muriera tratando de cruzar al otro lado, a las dos horas un terrible infortunio aconteció: Elías, un señor trabajador lo usó de plataforma al más allá, según se podía leer en una carta pringoteada de sangre que llevaba en el bolsillo, no soportaba más vivir sin Joaquina. Mil años estuvieron casados, pero un muro creció en medio de la sala y poco a poco se hicieron irreconocibles, terminó por marchar a la ciudad, después de muchos años de buscarla en los fondos de los vasos, se convenció de que se volverían a encontrar en el cielo, rezó dos padres nuestros, le pidió perdón a la virgencita y listo.

El gran día llegó, no para todo el mundo sino en su corazón, un violento acceso de sentimientos la había tenido llorando tres días, Francisco que se dedicaba a amasar capital pocas veces pasaba mas de dos días seguidos en casa, se sospechaba que tenía otra pero vivía muy lejos y eso le daba problemas gástricos. Los días que Esmeralda estuvo en crisis el no puso un pie en casa, así después de tanto dolor una esperanza le paró en seco el llanto, recordó la intención primera del carro y se dispuso a volver a los brazos fuertes y amorosos de Joaquina. Estrenó mudada, pasó por el salón, compró tres cajas de galletas y dos de bombones. Se verían. Eran las dos de la tarde, Juan estaba harto de la soledad de los juguetes y lanzó la bola, cambió de parecer y decidió llevarla personalmente, su mamá hacía plátanos maduros y la olla de frijoles escupía ráfagas de humo blanco. Doña Esmeralda dudó un segundo y llamó a Francisco. No volvería. Volteó levemente a tomar el teléfono y cuando puso la mirada en la calle la trompa del carro devoraba a un niñito con una pelota. Juan sonreía por que al frente estaba José, que saltaba frenéticamente al verlo venir. El auto volcó y la elegante cabeza de Doña Esmeralda ya no pensaría más.

C. A. Fallas

Dic. 28, 2007


viernes, 20 de febrero de 2009

Cuento de la piña

Planta exótica, vivaz, de la familia de las Bromeliáceas, que crece hasta unos siete decímetros de altura, con hojas glaucas, ensiformes, rígidas, de bordes espinosos y rematados en punta muy aguda; flores de color morado y fruto grande en forma de piña, carnoso, amarillento, muy fragante, suculento y terminado por un penacho de hojas.

Eso se dice de la piña, ganas de poner las cosas en complicado. Un sucio indio guaraní, tuesta sus espaldas al sol obteniendo un fruto extraño de la tierra. El comendandor, puto portugués venido a más a pesar de ser muy menos, con el brazo sano y bien alimentado, receta con buen garrote americano unos cuantos golpes a la espalda encorvada. El indio con gesto de odio y ojos resignados alza la mirada hacia el muy vestido europeito subdesarrollado. Con aire de superioridad, el blanco extiende su mano hacia el indio, y este le alarga un fruto espinoso por encima y por los lados; si no se tiene cuidado.
-nanás!
-nanás!
El dulce fruto regresa a las manos del entendido, quien con sus dedos carnosos y uñas garrosas, desbarata la circunferencia dejando ver un obsceno amarillo encendido en su vientre, sin dudarlo, clava sus hambrientos dientes en el fruto delicioso y un jugo dorado al sol, se derrama por las comisuras de sus labios, unos chorritos que pronto se pondrán más oscuros, más costrosos.

Devuelto el fruto a su dueño, la casa amplia y fresca lo espera. Con una esclava caliente pero nunca dispuesta. Con un don de mando venido del mismísimo infierno, en Italia, abre la puerta. Con gestos y articulando despacio en un sucio idioma del otro lado del mar, da órdenes precisas de que desagarren completamente aquel bien de la tierra, y lo sirvan a sus hijas. Tan vírgenes. Tan putas. Tan blancas. Tan como siempre.
-Qué es esto padre
-Nanás
-nanás?
El gesto de estupidez recién importado no comprende la totalidad.
-Nanás por la gran puta.
-Ah nanás!
Los portugueses le dicen a la piña ananás. Cosas de complicarlo todo en la vida.
Febrero 2009

jueves, 5 de febrero de 2009

¿Un típico latinoamericano?


Se me ocurre que el fatalismo es una licencia que nos atribuimos los pequeños burgueses a fin de reivindicar el prístino ejercicio de la no elección. O quizás no. Quizás es una legítima condición de la mojigatería. Se dijera, en todo caso, que no podría existir autoridad moral capaz de imputarle a un sujeto, de esos bien empunchados, el tomar las cosas por los cuernos y esperar que todo salga bien. Aunque no haya mucho sentido en tal faena es preciso reconocer que hay una considerable cantidad de ropa lavada entre hoy y ayer. Y la repostería fresca apenas y se cuece en los eslóganes y en los falsos profetas que pescan celajes sintéticos bajo los arroyos. Si fuera 10 años más joven que feliz (como la canción…), tal vez trataría de resucitar efigies de héroes estampados en camisas ya en desuso. O tal vez pensaría que los Fabulsos Cadillac no son una manga de faquires porteños cuyo ascetismo consiste en convertir un clásico del ska en cumbia o en hacer canciones del Che para los desempleados del mundo. Y dejaría de lado opiniones serias y aceptaría que soy un inconfundible latinoamericano que se muere de melancolía y modernidad. A lo mejor sería uno de esos típicos sujetos tercermundistas que aprendieron a rasgar una guitarra con claros, aunque porfiados, propósitos seductores. Quizás por alguna chavalita del colegio o por la vecina que usaba minifalda. O acaso por una presunta afición rockera, la cual, degeneraría en un fastidio insoportable toda vez que se asegurara que Caifanes era la mejor banda de rock en español. Porque el rock en español no existiría más que como una curiosidad histórica que se llenó de la nostalgia rabiosa de los ochentas. Y Caifanes podría ser una banda cuyo mayor mérito consistía en poner a Robert Smith al lado de un mariachi. Ser un típico latinoamericano que seguía creyendo en las películas del Santo y en un póster de Pancho Villa y también en Ian Curtis y en Lou Reed. Y ver películas de Cantinflas los domingos y morir de risa con Trespatines. O creer, además, que algún día escribirías en la Rolling Stones cosas similares a las que escribió Hunter Thompsom y que Allan Gingzber aún caminaba por las calles de New York. Peor aún (o quizás no): ser de esa otra variedad de latinoamericano con mayores rentas para la obsolescencia y tener todos los discos de Silvio Rodríguez y todos los antipoemas de Nicanor Parra. Y acaso justificar tus impúdicas aficiones silbando temas de Joaquín Sabina o de Albert Pla. Estremecerse cuando Hugo Chávez y Rafael Correa cantan de tu querida presencia, Comandante Che Guevara y defender los años en que bebías cerveza fiada. Ser un típico latinoamericano que olvida su vocación fatalista con un par de tragos y que recibe noticias de un mundo on-line sin saber muy bien como se pronuncia la palabra squirrel (no se vale preguntarle a Dios, o a google). Apenas eso pasa por tu mente cuando te ponés a pensar en tener diez años menos que felicidad y en ser poco más que un típico latinoamericano vio a su padre cantar canciones de Julio Jaramillo. Así vale la pena ser fatalista, aunque sea como mera extravagancia de pequeño burgués casi universitario. El subdesarrollo es una especie de coma espiritual inducido por quienes realizan los inventarios de la omisión. En una ridícula tentativa por entrar al lobby de tu tiempo estarías un día pronunciando un pésimo inglés y mencionando canciones cajoneras. Mientras las figuras de esos otros héroes se solazan en la más brutal masificación y los empuchados de otrora leen a Benedetti y buscan canciones de Pablo Milanés y de Jaguares en youtube para enviárselas a sus novias. Te verías tragándote cualquier deseo de reprocharle a Ricardo Monatner por que tu mundo online es un laissez faire laissez passer con una moda que casi no condena. Y ya no importan nada las disputas entre liberacionistas y mariachis.